viernes, 11 de mayo de 2007

Sonia 04: Cara de pirucha

Jueves 22 de febrero de 2007.

Por la mañana, llaman de la inmobiliaria. Confirman que el contrato se firma mañana a las 11, cuando los dueños del depto vendrán desde La Plata para la ocasión. Listo, pienso. Me voy, pienso. Nada puede salir mal, pienso.

No tengo guía de teléfono. Me fijo en la billetera, encuentro la tarjeta de la empresa de fletes que me mudó del depto de Acuña a este. Llamo. Reconozco la voz, pero me hago el boludo: mudarme de nuevo resulta vergonzante. Pregunto los precios, como si no supiera, como quien no quiere la cosa, y enseguida digo bueno, está bien, ¿tienen disponibilidad para pasado mañana a la mañana? Del otro lado, una pausa. Buscan en su agenda -imagino un block de papel mugroso, cubierto de aserrín o de grasa- y me dicen que sí.
-¿Podrán traerme diez canastos? -la vez anterior pedí seis y me quedé corto.
-Sí, claro. ¿Cuándo?
-Ahora.

Es una apuesta, lo sé. Quizás mañana sucede algo malo y no se firma el contrato. Quizás un terremoto me impide llegar a la inmobiliaria, y en ese caso habré pedido los canastos al pedo, porque el sábado no podré mudarme. En fin. Ya hice una apuesta que salió muy mal -venir acá-, por ley estadística en la siguiente tengo más probabilidades de ganar. Las estadísticas, cuando se trabaja con ellas, se saben falibles. Pero el Rivotryl me hace olvidar las contraindicaciones teóricas.

Suena el timbre. Miro por el visor. No lo puedo creer. De todos los peones, mandaron a Carlos y Octavio, los mismos que hicieron la mudanza acá. Su trabajo en aquella ocasión resultó impecable, pero no es eso lo que me incomoda. ¿Y si se avivan? ¿Y si preguntan? ¿Qué decir?
Bajo a abrirles. Carlos me mira, extrañado, como si me viese cara conocida pero no supiese de dónde. Por suerte, se mantiene callado. Él y Octavio cargan los canastos vacíos en el ascensor, y los cargan al departamento. Una vez que están adentro, una vez que han descargado los canastos en el comedor, Carlos se queda de pie, con la mirada perdida en las paredes, casi puedo sentir que huele, que reconoce el terreno.
-Pero nosotros acá ya estuvimos...
-Sí -digo enseguida, resignado-, hace un mes.
-Ah -dice él.
Me mira, me estudia. De seguro, se pregunta qué sucede.
-La convivencia no funcionó -digo.
Carlos hace un gesto de circunstancias, se enciende un cigarrillo -cosa que no hubiera podido hacer de estar Sonia 04-, traga el humo, lo contiene y al largarlo lo suelta con palabras:
-Y, la convivencia es muy difícil... La mina de la heladera, ¿no?
Lo miro, no entiendo.
-Nos volvió locos con el lugar donde había que poner la heladera -aclara.
Octavio se mantiene mudo. Yo asiento.
-Una pregunta -dice Carlos.
-Dale nomás.
-Esa mina era mucho más grande que vos, ¿no?
-No mucho, tres años.
-Tres años, de mujer a hombre, es mucho.
Hay un minuto de silencio. Les pregunto si el sábado podrán ser puntuales, ambos asienten, dicen sí claro. Bajo a abrirles. El portero nos mira, debe haberse avivado de que va a haber mudanza, no pienso aclararle nada. Cuando se despiden, Carlos me palmea la espalda.
-Hiciste bien -me dice.
Lo miro, sin entender.
-Esa vieja tenía una cara de pirucha...

Por la noche, fútbol con el Libanés, el Comedy Stand Up, el Tarta y otros. Esta vez empiezo, al igual que el jueves pasado, atajando como el culo. El problema es que mi performance se sostiene a lo largo de todo el partido. Perdemos. Sobre el final, le pido al Libanés que baje un poco, que no se quede tan parado al lado del arco. El Tarta, por su lado, inventa reglas a ritmo de metralladora, cobra cualquier cosa que le permita llevar un par de goles de ventaja. Logra su cometido: nos ganan por tres goles. Tres goles que me comí olímpicamente.