sábado, 28 de abril de 2007

Sonia 04: El día de la mudanza (1)

Sábado 20 de enero de 2007.

Puse el despertador a las siete menos cuarto. De todas formas, me despierto solo a las seis y media. Apago el despertador para que no moleste a Sonia 04, y voy al comedor. En el máximo silencio posible, abro la puerta del departamento y comienzo a sacar las valijas al pasillo. Se acumulan, pierden el equilibrio, hasta que finalmente armo un bloque que, donde está, no perjudicará el paso de los peones y les facilitará la tarea. Puede sonar increible, pero siento culpa de que deberán cargar con tanto peso de libros. ¿Para qué mierda uno lee tanto?, pienso. ¿Para qué armamos bibliotecas? ¿Es porque creemos en una acumulación originaria cultural?
Sigo preparando los últimos detalles, esos que dejé para hoy, para que no entorpecer nuestra última estadía nocturna.

Despierto a Sonia 04 a las siete y veinte. Ella remolonea, le pregunto si quiere un café. De hecho, ya lo tengo preparado, en la mano y se lo alcanzo. Mientras bebe, le indico que se corra y comienzo a quitar las sábanas del sommier. Las coloco en el placard vacío: al fin y al cabo, hoy recibiremos el nuevo sommier, que es más ancho que este, y las sábanas ya no servirán. Regalo para los futuros inquilinos. Lo importante, ahora, es que todo esté en orden para cuando lleguen los peones.
Beso a Sonia 04. Le digo que la amo, que ya nos vamos a vivir juntos. Ella aún está medio dormida, y no responde salvo con una mirada lánguida.

Ocho menos cuarto. Los peones no llegaron. Comienzo a ponerme nervioso. Sonia 04 aún está en el dormitorio, remoloneando.

Ocho menos diez. Suena el timbre. Atiendo rápido, al fin y al cabo estoy parado junto al portero eléctrico. Waldo, el portero, me indica que llegó la gente de la mudanza. Le digo que los haga pasar. Corro al dormitorio, le pido a Sonia 04 que se apure, que quedaría feo que los peones la vean en bombacha y en tetas. Ella dice sí, claro, y se viste. Escucho el ascensor que se detiene en el noveno piso. Abro la puerta del departamento, me asomo como para gritar es acá, no sea cosa que se pierdan en la escalera que comunica el noveno con el décimo, pero ellos ya están subiendo.
Son dos. Carlos, quien parece tener la voz de mando de ambos, es delgadísimo y fibroso, tiene uno de esos cuerpos que los conchetos de gimnasio considerarían alfeñique pero que los que tenemos un poco más de vida sabemos que no es recomendable enfrentar: cada parte de ese cuerpo es un músculo trabajado con sabiduría divina en tareas callejeras. Carlos tiene la voz aguardentosa, se presenta y me da la mano, quiere saber qué cosas van a trasladar, cuánto es. El otro, Octavio, es boliviano, o descendiente de. Bajo, macizo, a simple vista se descubre su rol dócil ante el otro.
Los hago entrar en el departamento, ambos miran como si estudiasen un quirófano. Sonia 04 sale del dormitorio, ya vestida -ojalá lo hiciera así de rápido cuando tenemos que salir y se queda horas eligiendo un vestido-, y se presenta. Les dice que tengan cuidado con las cosas. Carlos, sonriendo, me dice que son especialistas en romper muebles y televisores. Me río.
La mudanza está en marcha.

Uno de los primeros momentos en que quedo alelado es cuando Carlos toma uno de los canastos repletos de libros. Yo alzo las manos, le digo que tenga cuidado, puteo a tanto literato que escribió líneas de más en sus obras y que ahora genera un exceso de peso. Carlos, canchero aunque con esfuerzo, en lugar de cargar el canasto con ambas manos y llevarlo frente a sí, con un ágil movimiento se lo coloca en la espalda.
-Así el peso lo aguantan las piernas y no la espalda y cintura -me dice, con su voz aguardentosa.
Mirá vos la sabiduría de las clases populares, pienso.

Yo había estimado que bajaban todo en hora, hora y media. A la media hora ya están todos los elementos en la calle. Sonia 04 baja, yo me quedo solo en el departamento. Está vacío, quedó mugriento. Miro las paredes, recuerdo cuántas veces lloré, cuántas veces me reí acá. Recuerdo los amigos que vinieron y ya no son amigos, recuerdo los que vinieron como conocidos y hoy son entrañables -el Libanés, la Trotamundos-. Doy un paso hacia el pasillo, estoy afuera. Cierro la puerta, introduzco la llave y cierro.

Debajo, Sonia 04 y yo nos dividimos de acuerdo a lo planeado -por mí, claro-: ella irá en el coche, adelante, y yo en el flete con los peones. Waldo mira la camioneta cargada, suspira. Me tiende la mano.
-Quería decirle que fue un gusto tenerlo acá, don Elemental -remarca el don, irónico-. Y créame que no suelo decir eso.
Se lo creo. Le digo que voy a pasar un día de estos, tengo que devolver las llaves. Le doy la mano.

Subo a la camioneta. En la parte de adelante caben tres: el conductor, Carlos y yo en el medio, con una pierna a cada lado de la palanca de cambios. Octavio, quizás por su condición de boliviano, quizás simplemente porque es manso, está detrás, encerrado con los muebles.
-¿Vamos? -pregunta el chofer.
Le hago una seña a Sonia 04, que mira por el espejo retrovisor. Arranca.
-Vamos -digo.

En el viaje, Carlos me pregunta por los motivos de la mudanza.
-Nos vamos a vivir juntos -digo, y señalo el Volkswagen gris que avanza unos metros delante nuestro.
-Linda, la convivencia -dice Carlos-. A veces es muy jodida, pero puede ser muy linda.

Paramos en lo de Sonia 04. Cuando subimos y los peones descubren cuánto hay que cargar, me miran como diciendo si es joda. Y, es sólo la computadora, el escritorio y un par de boludeces. Me encojo de hombros, mientras Sonia 04 no deja de repetir que tengan cuidado con las paredes.

Llegamos al nuevo edificio. No está el portero -de vacaciones-, sino el muchacho que lo suple los fines de semana. Enseguida, apenas desensillo de la camioneta y estiro las piernas luego de haberlas tenido dobladas, se me acerca.
-Dígales que dejen todo en la calle, yo lo subo -dice, probablemente con la esperanza de ganar una propina.
-Te agradezco -le doy la mano, no sé a cuántas personas les daré hoy la mano-, pero ellos están haciendo su laburo muy bien.
Carlos y Octavio, que me escucharon, sonríen. Carlos me guiña un ojo. Octavio muestra su pulgar aprobatorio.

Me quedo un rato en la calle, ayudando a sacar las cosas de la camioneta. Sonia 04 está arriba, diciéndoles a los peones dónde deben colocar las cosas a medida que las suben. Cuando termino de descargar -la remera comienza a pegotearse contra mi piel, de tanta transpiración, a los peones no se les movió un pelo-, subo. Al llegar al cuarto piso, al abrirse las puertas automáticas, escucho que Sonia 04 le dice a los peones que tengan cuidado con algo. No sé qué, pero algo. Los peones salen del departamento, y bajan en busca de los últimos canastos.
-Tu señora dijo que pusiéramos todo así, eh -dice Carlos, como quien dice que no se hace cargo de la disposición.
Entro en el departamento. Había imaginado que Sonia 04 correría hacia mí, que me abrazaría. Sin embargo, está limpiando las paredes de mi heladera con Cif líquido, concentrada.
-Vamos bien, ¿no? -digo.
-Sí, Pipu -dice ella, con los ojos clavados en la heladera.

Bajo. Les pago a los peones y al chofer. Les doy la mano.
-Los felicito -digo-. Yo no podría hacer lo que hacen ustedes. Laburaron bárbaro.
El suplente del portero tuerce los labios, muy parecido a Sonia 04. Carlos y Octavio se despiden.
-Suerte con la convivencia -dice Carlos-. Puede ser muy linda, pero también muy jodida.

Subo de nuevo al departamento. Entro. Cierro la puerta tras de mí. Miro hacia la cocina: Sonia 04 sigue en cuclillas, sacando hasta el último rastro de mugre que reste en la heladera. No nota mi presencia. Camino hacia los canastos. A mis espaldas, escucho:
-¿Qué hacés, Pipu?
-Voy a empezar a sacar los libros de los canastos y a ponerlos en las bibliotecas.
-No -dice ella, con los jadeos propios del esfuerzo sobrehumano con que friega la heladera-. Primero tengo que limpiar los libros uno por uno, hoja por hoja.

Bienvenidos al infierno.