Viernes 19 de enero de 2007.
Antes de irme de lo de Sonia 04, la ayudo a armar las cosas para que mañana, cuando pasemos con el flete, ya esté todo listo para llevarlo. Ella planteaba que llevásemos su sommier de una plaza para utilizarlo temporariamente como sillón del comedor, y que trajésemos el mío de una plaza y media acá. La verdad, no entendí para qué quería un sommier de plaza y media en su cuarto libre del consultorio, en especial si la idea es, al no vivir más acá, empezar a alquilarlo como consultorio por horas. Le dije que era medio al pedo subir un sommier y bajar otro, una innecesaria pérdida de tiempo. Con razonamiento similar, días atrás deshechamos también la posibilidad de subir acá mi heladera y bajar la de ella que es no frost. Lo más práctico es que utilicemos primariamente lo que está en mi depto, que hay que desalojar antes del 31.
Tampoco entendí para qué deseaba mantener acá la computadora, en especial si tenemos en cuenta que siempre se quejaba de que sólo podía utilizarla por las noches. Mi razonamiento -¿para qué corno pagar dos servicios de banda ancha?- finalmente rindió sus frutos, y la computadora -CPU, monitor, teclado- y su escritorio es lo que los peones deberán cargar en la camioneta, el día de mañana, cuando hagamos escala acá antes de llegar al destino final. La ayudo entonces a desenchufar y acomodar todo en el comedor. Luego, partimos.
Terapia de pareja. Silvina nos pregunta si estamos nerviosos, ambos decimos que sí. Pregunta por los preparativos, a los que califica de "emocionantes". Agotadores, diría yo. Es un encuentro intrascendente, por así decirlo, salvo por una frase de Silvina:
-Bueno, ahora tienen todo dispuesto para estar bien. Depende de ustedes, no arruinarlo.
El problema, justamente, es que depende de nosotros.
En el trabajo estoy pero no estoy. Es decir, estoy pero me mantengo pendiente de lo que sucederá. Soy naturalmente ansioso, pero lo que sucede y sucederá eleva mi ansiedad y mi imaginación a niveles paroxísticos. El Chancho, el Flaco, el Tanguero, todos preguntan si todo está dispuesto para la mudanza. Digo que sí. También lo preguntan el Libanés y la Trotamundos en sendos mails. Digo que sí.
Aunque, claro, no sé.
Evalúo todo lo que puede salir mal: que los peones de la mudanza se queden dormidos y lleguen en una hora en la que los de la administración del edificio (tanto de partida como de llegada) ya no me permitan hacer la mudanza, que se les quede la camioneta, que haya un incendio, que una banda de piratas del asfalto porteño se apropie de las cosas durante el viaje de un punto al otro. Cuando llego a casa, termino de preparar las cosas. Llamo, también, a la empresa de fletes para confirmar el horario de mañana: antes de ayer se habían olvidado de traer los canastos, no sería lindo que se repitiera el olvido. El que me atiende me tranquiliza, o al menos lo intenta.
La mayoría de las cosas que tengo para llevar entraron, entre los canastos y las valijas: los placards están vacíos -sensación extraña-, el televisor en la mesa del comedor para que lo saquen más fácil, los cubiertos y platos en valijas. Quedan, sí, unos cuantos libros que podremos llevar con Sonia 04 en coche, en otro viaje.
Ver el departamento así me acongoja. De hecho, se lo digo a mi vieja cuando llama para saber si está todo bien con la mudanza, si sus valijas sirvieron.
-Bueno -dice ella del otro lado de la línea-, estás por dar un paso muy importante.
Luego llama Sonia 04. Le pregunto si no se olvidó las llaves del nuevo departamento -vendrá a dormir acá-, y no, no se las olvidó. Todo parece estar en orden. Ella me pregunta si estoy bien. Le digo que sí, pero que estoy muy cansado físicamente.
Hay momentos, pequeñas acciones que indican el inicio de procesos mucho mayores. O, mejor dicho, el punto sin retorno que han tomado esos procesos. Mi computadora, no sé si lo dije, está siempre encendida. Descargo series -Lost, House- y películas con el emule. Ayer llamé a Fibertel para dar de baja el servicio, está todo bien. Navego con la inquietud de saber que habrá que ver cuándo ponemos banda ancha en el nuevo departamento. Hay películas descargadas como para el principio: entre otras, la última de Clint Eastwood, "Flags of our fathers". Entro en algunos blogs, dejo comentarios anónimos más que nada para bardear. Recuerdo los tiempos en que este blog estaba abierto, la enorme cantidad de gente que entraba, mi angustia de no dar con una pareja en aquellos días. Loco, el tiempo, pienso. Los amigos que leían el blog saben cómo sigue la cosa, ¿qué pensarán todos aquellos con los que la relación era puramente virtual? ¿Se imaginarán que mañana me voy a vivir con Sonia 04? ¿Se imaginarán que di con alguien que es mucho más que una Sonia tal como las describía en el blog? Mejor dicho: ¿se harán alguna pregunta, luego de la inactividad prolongada del blog? ¿Cuán efímero fue el acto morboso de espiar las miserias de otro?
Hay actos, decía, que demarcan puntos irreversibles de un proceso. Por lo general, poseen una carga simbólica que les adjudicamos nosotros, que quizás para otros resultan intrascendentes, pero para nosotros no, nada que ver. Tomo el mouse, presiono inicio, presiono apagar, y por primera vez en meses no es reiniciar -a veces la máquina se enlentece y tengo que hacerlo-. Una pequeña sombra, el CPU que susurra su traca-traca y luego el corte de energía, la computadora, ese corazón que tenía este departamento, se apaga. Desarmo la máquina, coloco el monitor y el CPU junto al televisor, los cables en la mochila de mano.
Se me escapa una lágrima.
Me baño.
Cuando llega Sonia 04, se maravilla con la forma en que dispuse canastos y valijas. Dice que parezco haber nacido para esto. Se la ve entusiasmada.
Vamos a cenar afuera. Elegí la pizzería que está en Aráoz y Cabrera. Es el sitio al que fuimos en nuestra primera cita, me parece que cuaja en lo simbólico, lo romántico. Y hacen buenas pizzas, y ahora que voy a vivir en Caballito me quedará lejos. Vamos a la terraza.
Me siento inseguro, extraño. Le digo a Sonia 04 que la quiero, que la amo. Ella sonríe. En un momento detecto que, en el transcurso de la entrada -empanadas de jamón y queso- sus ojos me miran pero se desvían. Miro por sobre mi hombro, disimuladamente, para ver qué mira. Una mesa en la que hay cinco muchachos de unos treinta años, todos conchetos, todos carilindos. Sonia 04 mira con insistencia. No me molesta, no particularmente: que uno esté a dieta no significa que no pueda mirar el menú. Insisto, le digo que la quiero, acerco mi mano para que me de la suya, por sobre la mesa.
La mano se queda ahí durante toda la cena, inmóvil, pétrea, como si tuviera el brazo enyesado, sin que ella responda ni deje de mirar a la otra mesa.
Y mañana me voy a vivir con esto. Perdón, con ella.