sábado, 17 de marzo de 2007

Sonia 04: Un tropezón no es caída (pero tres...)

Domingo.

Por la mañana, lo que ya se ha transformado en una tradición. Ella duerme, yo la miro dormir un buen rato, le acaricio el rostro, le beso la frente, y luego me levanto lo más sigiloso que puedo. Voy a comprar el diario y facturas. Ayer me dijo que estaba muy cansada, por lo que no la despierto. Desayuno, leo el diario, leo mi reseña y, como de costumbre, le encuentro errores de redacción que se me pasaron al entregarla (¿por qué mierda escribo tan rápido?). Chequeo mails, navego un poco, hasta que rato más tarde llega una voz desde el dormitorio:
-Pipu...
Voy. La beso, me besa. Le llevo el desayuno. Cuando estamos por terminar (yo desayuno por segunda vez, pero no me importa), ella pregunta:
-Lo de ayer, lo de vivir juntos... ¿iba en serio?
-Te quiero, Sonia 04. Sé que vos sos dura, que te cuesta entregarte, pero quiero que sepas que estoy con vos. Claro que te quiero, casi diría que te amo.
-Yo también te quiero.
Me besa. Luego, me dedico a mi relativamente nuevo descubrimiento: la ubicación exacta de su punto G, que en su caso tanto me costó encontrar. Ella me mira con los ojos desencajados, en un momento me dice pará, es demasiado. Entro. Cabalgo un buen rato. Caigo rendido a su costado, ella me acaricia el rostro y me pregunta:
-¿Pero en serio en serio?
-Te amo -le contesto.

Dormimos un rato. Al despertar, tipo tres de la tarde, le digo de ir a pasear y almorzar. Está cansada, pero vamos a Palermo Hollywood. Demasiada gente. Cerca de la placita de Costa Rica veo, en la calle, una mesa libre, solitario bastión en medio de la muchedumbre. Le digo de ir ahí, cruzo la calle, llego, pero ella está de pie del otro lado y, a la distancia, me hace un gesto de que no le gusta el lugar. Cuando vuelvo a cruzar y estoy junto a ella, dice:
-Prefiero una terracita.
El día es lindo, la entiendo. Hay muchísima gente, dudo que lo encontremos, se lo explico.
-Vas a ver que si buscamos algo vamos a encontrar -dice, muy segura-. Es así.
Nos ponemos a buscar. Antes de llegar al primer bar, a la vuelta -bar donde besé con mucha pasión a una escritora y al que fui a encontrarme con Sonia 02, aunque no se lo aclaro a Sonia 04, no soy de los que hacen ese tipo de comentarios-, me tropiezo. Llegamos al bar. En la terraza no hay mesas libres, en realidad no hay en ninguna parte. Cruzamos la plaza, miramos del otro lado, con idéntico resultado. Volvemos a cruzar la plaza, y en el trayecto me tropiezo. Continuamos la pesquisa en pos de mesas en terrazas, pero el resultado es nulo. Encima, mientras lo hacemos, vuelvo a tropezarme y casi voy a parar al piso.
-¡Ay, nene, pará de tropezarte! -casi grita Sonia 04.
No respondo. Me cuido al caminar, eso sí. Volvemos a la búsqueda, tan infructuosa como antes: en algunos lugares hay mesas libres, pero no en terrazas, y Sonia 04 no acepta nada menos que aquello que se le metió en la cabeza. Le propongo volver al bar inicial, el de la mesa libre: al llegar ya está ocupada. Volvemos al otro bar, mi rostro es acorde a los cuarenta minutos de caminata (tropezones incluidos), ruego por un poco de piedad por parte de Sonia 04, le digo que estoy cansado, ella dice:
-Vas a ver que algo vamos a encontrar. Es así.
Resultado: treinta minutos más tarde, estamos sentados a una mesa de un bar, en la planta baja, y disfrutamos de nuestro tardío almuerzo.

Por la noche, vamos a su casa. Sonia 04 dice que está durmiendo muy poco, allá, y propone que alquilemos alguna película. Caminamos por Caballito, y entonces se produce el milagro, la justicia divina: Sonia 04 se tropieza. No digo nada. Entramos al videoclub donde ella saluda a los que atienden como si fuesen amigos (en eso, es mi opuesto: yo puedo ir todos los días al mismo negocio y saludar siempre sólo con un buen día, me cuesta horrores establecer confianza con los desconocidos si ellos no dan el primer paso), elegimos película (elijo yo: Siete vidas, del hijo de García Márquez, que estará bastante bien), y volvemos a caminar. Y, antes de cruzar la calle, vuelve a tropezar. No digo nada. Otra cuadra, y vuelve a tropezar.
-Ay, nena, dejá de tropezarte -digo.
Ella me mira, entre sorprendida, avergonzada y molesta. Yo sonrío, le acaricio la cara como diciéndole que a veces hay que cuidarse de lo que uno dice, porque todo vuelve. Y, claro, disfruto.