jueves, 22 de febrero de 2007

Sonia 04: La segunda cita

Nos vimos al día siguiente.

Al despertar, cerca del mediodía, no podía creer que eso me estuviese sucediendo. Yo, finalmente, luego de una racha abrumadora, había besado, había penetrado, había disfrutado. La llamé al mediodía, para arreglar cómo nos encontrábamos. Quedamos en ir al cine, al Cinemark de Caballito, que quedaba cerca de su casa frente al Parque Rivadavia.

Cuando vino, lo primero que descubrí era que no se había arreglado. Jogging, creo, o algo así. Decididamente, no se había arreglado. Nos saludamos con un pico (beso no, por acá puede haber pacientes, dijo), miramos el menú de películas, lo deshechamos, fuimos al Parque, nos sentamos, nos besamos, hablamos. Empezamos a conocernos mejor, por así decirlo. Yo tenía ganas de la chanchada, de más chanchada, pero ella ponía reparos, decía que estaba bueno conocernos. Le pregunté por su última relación (me dejó, creo que nunca me quiso, dijo), me preguntó por qué creía yo que mis relaciones anteriores no habían funcionado.
-Y, qué se yo -dije, aunque sabía-. Yo me embalo, las minas enseguidan ponen el freno, y ahí ya me empiezo a sentir inseguro, y después ellas se enganchan, descubren tarde todo mi caudal de ternura, y yo ya estoy alejándome... Es un problema, qué se yo, entrópico, intrínseco, indómito.
-Ah -dijo, y por su mirada noté que guardaba mis palabras en el disco rígido de su memoria.
Fuimos a cenar. Milanesa a la napolitana con papas fritas, el plato preferido de ambos. Invitó ella, porque la noche anterior había pagado yo.
Cuando la acompañé hasta la casa, ella abrió la puerta del edificio, la besé y me quedé parado, a la espera de si me invitaba o no.
-Me ponés en un brete -dijo, y me hizo una seña para que pasase.
Su departamento era, también, su consultorio (el comedor) y un dormitorio diminuto. Hacerlo en una cama de una plaza -sobre la que pendían dos rapi-estant- fue incómodo, pero ella, decidida, se montó y cabalgó. Cayó a mi lado, rendida. Yo, para entonces, estaba medio dormido.
-Ayer no tuve ninguno, pero hoy fueron dos -me dijo, con sonrisa satisfecha.
Y luego agregó:
-Es tarde, ¿no?
Me vestí, le comenté que el siguiente miércoles podía venir a cenar a casa (yo iba a cocinar, dije), dijo que sí, me despedí y subí a un taxi. En el trayecto a casa sentí, por primera vez desde que nos habíamos encontrado, yo, semejante pelotudón de treinta y cinco años, sentí, decía, estaba de novio.