Lo primero que dijo al entrar en el departamento fue:
-¡Qué buena vista!
Yo vivía en un décimo piso, un dos ambientes diminuto que supongo había sido construido para el portero, a quien luego relegarían a la planta baja, a un sucucho inmundo. Desde mi ventana podía verse, en el noveno piso, la terraza llena de la ropa colgada de los vecinos. No sé si eso podría llamarse buena vista. Pero bueno, fue lo que ella dijo.
Amagué con hacer un café, pero cuando ella entró en la cocina la besé, la toqué. Medio que se resistía, pero insistí: era la primera mujer con la que iba a acostarme sin pagar en aquel departamento, y la ansiedad era mucha.
Tanta era la ansiedad, que el acto en cuestión fue poco feliz. Digo, los dos gozamos, pero yo estaba demasiado pendiente de ella, a cada rato le preguntaba si le gustaba, qué prefería. Cuando acerqué mi cabeza a su entrepierna para dedicarme a mi mayor virtud, ella me frenó. Cuando intenté que acercara su cabeza a mi entrepierna, me dijo:
-Olvídalo.
Ella, igual que por teléfono, era decidida. Arriba, cabalgaba con decisión. Debajo, cerraba los ojos y decía cuánto placer. Cuando terminamos, ella dijo:
-Hacía un año que nada.
Yo podría haberle dicho que hacía menos de quince días, aunque con una prostituta, y no sé si eso cuenta. Mejor dicho: sé que eso no cuenta. Opté por el silencio. Mejor dicho: me quedé dormido. Ella me despertó, no sé si a los minutos o a la hora, para decirme que se iba. La invité a quedarse. Sonrió, llevó mi mano a su humedad y me dijo:
-Mirá el efecto que causan tus palabras.
Otro, con igual ansiedad, con iguales errores, con iguales preocupaciones. Al final le pregunté si había acabado. Me dijo que las mujeres no necesitan el orgasmo, y que eso no se pregunta. Traducción: no, no había acabado. Mi hombría estaba en juego, propuse continuar, pero ella insistió en irse. Le dije que no tenía drama en que se quedase -hacía mucho frío, la primavera aún era lejana-, y ella me dijo que aquel era el final perfecto para una hermosa noche, que podíamos vernos ese mismo domingo.
La acompañé hasta el coche, nos besamos, nos despedimos con la promesa de vernos en un rato.
Ya había salido el sol. Quizás es un augurio, pensé, quizás salió el sol en mi vida. Ya dije que soy un imbécil, ¿no?
miércoles, 21 de febrero de 2007
Sonia 04: La primera cita (tercera parte)
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