miércoles, 21 de febrero de 2007

Sonia 04: La primera cita (segunda parte)

Lo primero fue elegir el lugar. Me dije que la pizzería de Aráoz y Cabrera no estaba mal: con Sonia 03 no habíamos llegado a quedarnos, lo cual podía ser todo un indicio.
Me bañé, respeté todas las cábalas (dos lavados de pelo, etc.), y a las 10 en punto recibí un mensaje de texto que indicaba que ella estaba en camino. La esperé en la calle, junto a la puerta. Poco después, un Volkswagen Gol gris se detenía ante mí. Ella me miraba, era obvio que me estudiaba. Lo que yo estudié desde el principio, reprobó. No es linda, me dije, para peor tiene un pullover blanco, de esos de cuello alto, pero bueno, ya estoy en el baile y al menos es flaca. Subí al coche, nos saludamos con un beso, nos preguntamos uno al otro -supuestamente divertidos, supuestamente ingeniosos- si estábamos nerviosos, le indiqué cómo llegar a la pizzería, y a poco de arrancar la puerta junto a mí comenzó a golpear. Por algún malévolo mecanismo, el automóvil parecía tener vida, y cuando yo cerraba con fuerza -el coche andando por las calles de Almagro-, continuaba el golpeteo. En un momento ella se inclinó hacia mí, sentí su perfume -no estaba mal, aunque de cerca me parecía aún más fea que desde la puerta de casa-, abrió y cerró y el coche obedeció, como si deseara indicarme -el coche, ella, vaya uno a saber- que yo no era bienvenido.
-Es fácil, ¿ves? -dijo, con una sonrisa triunfal.
-Sí, claro -dije, mientras me sentía el tipo más estúpido del universo. Cosa que, por cierto, es una hipótesis que aún no se ha refutado.

Fuimos a la pizzería, y había lugar. La charla fue amable. Trabajos, gustos, ella interesada más por mi rol de escritor que de economista/sociólogo, yo más interesado por descubrir qué podía gustarme de ella, qué me podía atraer. En un momento, creo que ella tragaba parte de su porción de muzzarella, lo vi: su mirada era divertida, sus ojos me relajaban. A partir de ahí tenía dos opciones: o le decía de seguir la velada en otro lugar (un pub) o pagaba la cuenta y me prometía que la siguiente cita sí exigiría foto. En la vida uno comente infinidad de errores: elegí el pub, por supuesto.

El pub irlandés estaba a media cuadra de la pizzería, fuimos caminando. Arriba no había lugar, nos tocó el sótano, donde unos adolescentes jugaban al pool -cuyos tubos eran la única iluminación del lugar-. Nos sentamos apartados, uno a cada lado de la mesa. La charla tocó temas, si se quiere, más íntimos: Sonia 04 dijo que a ella le gustaba estar en pareja, que hacía un año que no, que era una persona para estar con alguien. Así se definió: para estar con alguien. Para entonces, ya no me importaba si era fea o no. No, miento: para entonces ya la veía linda.
Creo haber dicho en anteriores posts que me cuesta mucho besar por primera vez, y más en una primera cita. Me dije: estoy jugado, vamos a salvar la noche o a terminarla, vamos a salvar mi vida o a terminarla. Me hice el sordo (la música estaba fuerte), acerqué mi silla a la suya, ella comenzó a juguetear con los paquetitos de azúcar, y en un momento de silencio incómodo -diría Uma Thurman- acerqué mi rostro al de ella. Ella, quieta. Lo acerqué más. Ella lo acercó un poco. Nos besamos. Así como reconozco ser un zoquete para acceder al primer beso, debo jactarme de que soy un besador muy bueno. Despacio, suave, estudio primeros los labios, el aliento, para sólo después dejar que la punta de la lengua pida permiso, despacio, y cuando los otros labios se abren demorar el momento, intentar convertirlo en una coreografía, en una especie de acto amoroso. Al separarnos, los ojos de Sonia 04 brillaban. Volvimos a besarnos, con más fuerza.
-Besás bien -me dijo, admirada.
En algún momento, pasé de la silla al sillón en el que ella estaba ubicada. En algún momento, también, ella fue al baño. Al regresar, se sentó sobre mi falda. Liviana. Me gustaba. Más besos, arriesgué las manos para ver dónde estaban los límites de lo permitido para aquella noche. No los había.
Más tarde, cuando salimos del pub, hubo un momento que duró una eternidad. Las manos -izquierda la mía, derecha la de ella- cercanas, sin saber cómo reaccionar. La tomé. Ella me miró, sonriente:
-Entramos de una forma y salimos de otra, ¿no?
Y sí.

Subimos al coche, y el silencio incómo se extendió. En un momento, ella golpeó con suavidad el volante y, sin mirarme, dijo:
-¿Qué hacemos?
Carraspeé.
-Mirá, hay tres posibilidades -dije-. La primera es ir a otro pub, lo cual creo que por la hora -cuatro de la mañana- no sería lo más indicado. La segunda es que vaya en coche con vos hasta tu casa y luego me vuelva.
-No hace falta.
-No voy a dejar que viajes sola, no soy así. La tercera, claro, es que me lleves a casa. Pero no voy a bajar solo.
-Vos me ponés en un brete -dijo.
Arrancó. Tomó por Cabrera, dobló en Acuña de Figueroa, estacionó frente a mi casa.