miércoles, 30 de mayo de 2007

Sonia 00: Prólogo 18: Ni el tiro del final (y 8)

-¿Estás contento que vino Elemental? –pregunta mamá.

-Shí, Elemmentaaaaal, contento, shí.

-Hoy está mucho mejor que el otro día –dice ella para mí y para mi hermano, contenta.

Estoy a punto de preguntar si eso es estar mucho mejor. Sin embargo, enmudezco al descubrir la cicatriz que surca la sien derecha de mi padre. Una línea poco profunda zigzaguea sobre la piel, recordatorio constante de lo que sucedió un mes atrás. Al menos para quienes debemos mirarlo.

-Chigarisho.

Mamá toma su cartera, y saca un paquete. Pienso que va a convidarle uno, pero en lugar de eso le tiende los veinte. Él se pone de pie y trata de introducirlo en el bolsillo delantero del pantalón. Le resulta imposible: ya tiene dos paquetes guardados. Quizás porque es una regla implícita en los ámbitos de encierro, los internos se dedican a acumular cigarrillos como otros, afuera, se dedican a gozar con la obtención de dinero. Ya al ingresar, uno de los que miraban la televisión nos pidió un cigarrillo, con ojos que parecían indicar que estaba tras el objeto más preciado que se pudiese imaginar.

Siento un hormigueo tibio en la espalda. Tengo puesta la campera de jean, y escucho como si detrás de mí alguien caminara sobre pedregullo. Giro la cabeza, y encuentro una vez más esos ojos marrones fijos en los míos, y el brazo de papá que fue hasta mi espalda. Me acaricia con suaves movimientos circulares.

-¿Te dan de comer, acá? –pregunto.

-Shí, comer.

-Yo ya se lo había preguntado el jueves –dice mamá-. Parece que le dan cosas ricas. Fideos. ¿No, Octavio?

-Shí. Fideo, shí.

Mamá aclara que mi padre padece un efecto secundario que recibe el nombre de ecolalia. De acuerdo a lo que explica, él repite lo que le dicen como una forma de comprenderlo. O, en verdad, como una forma de tratar de comprenderlo. Mientras él dice shí ante la explicación, imagino las palabras, los sonidos de las letras que rebotan en su mente, que hacen eco hasta adquirir algún significado. Sin embargo, sospecho que hay algo más.

-Lindo día, ¿no? –digo.

-Shí, linno dshía, shí.

-¿Vos te llamás Octavio?

-Shí, Octavvvvvio.

-¿Hoy es un día horrible?

-Shí, hodible, shí.

Mamá me mira con pánico. Tal como se lo explicaré en el viaje de regreso, lo que mi padre hace es responder con un sí cualquier cosa que se le diga en tono de pregunta. Basta divisar el miedo que nubla en su mirada, cuando le hablamos: supongo que lo angustia la posibilidad de que pensemos que él no entiende lo que le decimos, de ahí que busque la aprobación con sus respuestas afirmativas que deberían hacer felices a sus interlocutores.

Antes de que pueda explicárselo a ella y a mi hermano, papá se pone de pie, da dos pasos arrastrando las zapatillas, y gira hacia mí. Extiende los brazos en mi dirección y mueve los dedos para indicarme que vaya hasta él.

Una vez que lo hago, me abraza.



De regeso, en el coche -maneja mi hermano-, mamá dice:
-Vas a ver que la próxima vez que vengamos va a estar mejor.
La miro, perplejo. Ella comprende que voy a decirle algo. Creo que sabe qué es lo que le diré. De todas formas, lo digo.
-No voy a venir de nuevo.


Y, en efecto, nunca vuelvo a ver a mi padre.