Una mansión. Grande, dos pisos, jardín al frente, ni siquiera los barrotes sobre las ventanas delatan qué funciona en su interior. La mayoría de las casas, en el barrio de
Estoy con mamá y con mi hermano. Él tenía miedo de que mi madre se descompusiera y, como yo no sé manejar, su presencia es una forma de asegurarnos el regreso en coche.
Toco el timbre, y una enfermera se asoma por la ventana –la cabeza entre los barrotes- para preguntar qué buscamos. Mamá da el apellido del paciente, parte de mi apellido, dice que vamos a verlo, y lo único que recibe por respuesta es que no es día de visitas. Para que nos dejen entrar, debemos explicar que el psiquiatra nos autorizó a asistir fuera de horario.
Nos abren la puerta a un pequeño pasillo angosto que conduce al salón principal, en el que una decena de pacientes miran televisión. En la pantalla, imágenes del canal de noticias del cable: los internos observan con un gesto que dá cuenta de que consideraban una locura lo que ocurre fuera de la mansión.
A medida que camino sobre el piso de baldosas blancas y negras, una especie de tablero de ajedrez cubierto de mugre, tomo conciencia de que es la primera vez que visito un manicomio. Los pacientes adquieren el tono irreal de las películas que vi ambientadas en lugares así, con sus pijamas y batas, con las pantuflas y los rostros mal afeitados. Ninguno parece violento, y me pregunto si eso se deberá a la naturaleza de sus patologías o a los tranquilizantes que de seguro les recetan.
La enfermera, una chica que debe rondar los veinticinco años y que de no ser por el delantal azul y el aroma a colonia barata pasaría por una interna más, nos conduce hacia el jardín posterior. Avanzamos unos metros, y siento que mamá me toma del brazo.
-Ahí está tu papá –dice.
Y ahí está.