-No sé –responde mamá cuando pregunto cómo está mi padre-. Hoy voy a ir a verlo, y después te cuento. Lo que me dijo Vilma es que, cuando te nombran, él reacciona.
No sé si Vilma le habrá dicho esto último. Mamá es muy proclive al melodrama, y su última frase corresponde a una película –mejor dicho, a una telenovela-, antes que al plano real. Prefiero no hacer más preguntas. Pronto cortamos la comunicación.
Recién entonces vuelvo a la realidad. Aún estoy en la vereda, frente a la panadería. Aún se supone que voy a almorzar con mis compañeros.
Manotas sale de la panadería con un paquete en sus manos: los sandwiches. Pregunta si todo estaba bien, y alcanzo a pedirle que vayamos a los bancos que están frente al río, donde siempre almorzamos. No llego a cruzar la calle: apenas apoyo el pie en el pavimento me quedo quieto, el alquitrán fundido con mis zapatos. Llevo una mano a mis ojos y abro la boca. Una vez que sale la primera lágrima, ya no puedo contenerme. Lloro, y de mi boca salen agudos gemidos entrecortados.
Con lo poco que me resta de raciocinio, me digo que un hombre de treinta y cuatro años no puede ponerse a llorar en la calle, y menos de esa forma, con aquel chillido de mujer. Siento que Manotas me abraza. No dice nada, tan sólo me rodea con sus brazos, y aprovecho que es más alto que yo para apoyar mi cabeza en su pecho, para llenarle el buzo de lágrimas.
-Vení –dice mientras me empuja con suavidad.
Ya en uno de los bancos, entre llantos, le hago un resumen de lo sucedido. Él no dice nada, es un tipo de pocas palabras, pero sus ojos se abren cada vez más. En determinado momento, siento que me mira como si yo estuviese loco.
O, para ser precisos, como si lo que me sucede fuese una locura.