Papá apretó el gatillo de la pistola el doce de septiembre, poco antes del mediodía, y lo primero que hizo Vilma fue llamar a la ambulancia. En realidad, lo primero que hizo fue salir de la casa y gritar a los vecinos para que llamaran a una ambulancia. Luego regresó al comedor: mi padre, sentado en la escalera, había apoyado la cabeza contra la pared. La sangre –oscura, espesa- caía desde la sien y le cubría la mitad del rostro. Apenas movía los labios.
-Mirá lo que hice –repetía, en un susurro.
Media hora después llegó la ambulancia, y los paramédicos sacaron a Vilma de la casa, supongo que con temor de que, al mover a papá, la masa encefálica se desprendiese. Vilma obedeció. Los paramédicos, al tomar con cuidado a mi padre, descubrieron que sólo caía sangre.
-¿Está segura de que se pegó un tiro? –preguntó uno de ellos.
Vilma no respondió. El otro paramédico señaló el arma, unos escalones más arriba, cuyo mango de madera estaba manchado de sangre oscura, casi negra.
El revólver se lo había regalado su cuñado, a mediados de la década del ochenta, poco antes de que muriera de cáncer. Desde entonces habían pasado muchos años, y papá había guardado el arma en su placard. Ni siquiera había comprado balas nuevas.
Ya en el hospital, un médico explicaría que se había tratado de un pequeño milagro: la pólvora se había humedecido con el paso del tiempo y, si bien había sido suficiente para disparar el proyectil, como lo había hecho con poca fuerza sólo había roto parte del cráneo, sin provocar daños cerebrales. Los problemas surgían de las pequeñas esquirlas de hueso que habían entrado empujadas por el impacto.
-Va a sobrevivir –dijeron.
La pregunta era cómo.