Mientras Manotas y yo esperamos a que nos atiendan en la panadería donde nos venderán nuestro almuerzo, suena el celular. Lo saco del bolsillo, y miro el identificador de llamadas: mamá. Le digo a Manotas que me pida lo de siempre, y salgo del local. En la vereda, el aire cálido me castiga tanto como la voz de mi madre.
-¿Dónde estás? –por algún motivo que no alcanzo a comprender, desde la aparición de los teléfonos celulares la pregunta introductoria de los diálogos se modificó; ya no se trata de cómo se está sino que lo central es dónde nos encontramos, como si la ubicación geográfica bastara para aprehender el estado anímico del interlocutor, o como si, en verdad, ya no hubiera velo alguno para ocultar que el ánimo de quien está del otro lado de la línea poco importa.
-¿Qué pasa? –pregunto.
Entonces me lo dice.
-Anoche no te conté todo. Tenía miedo de que tu abuela se pusiese mal. Es muy grande, para escuchar estas desgracias.
Un silencio, y luego pregunto:
-Trató de matarse, ¿no?
Un silencio piadoso.
-¿Cómo? –insisto.
Otro silencio, y luego:
-Se pegó un tiro, Elemental.
Los coches dejan de circular. Las nubes se petrifican en el cielo límpido. La panadería se esfuma. La fuente deja de escupir agua.
-¿Elemental?
Mientras sostengo el celular contra el oído, mientras mamá pronuncia mi nombre una y otra vez para cerciorarse de que no me haya desmayado en la calle, lo único que deseo es verlo al menos una vez, antes de que se muera. Una sola vez.
La asombrosa velocidad con que lo perdono me hace sospechar que quizás no lo odiaba tanto como suponía.