Me pregunté qué hacer. La cita estaba perdida. Esto me pasa por boluda, por desconfiar del amor que tengo con A., por creer en lo que dice mi madre, que esta relación no es para mí. Me lo merezco.
Me lo merecía. En esa época los celulares eran aparatos enormes y para pocos. Yo no tenía. No existía el cliché de la llamada rescate, esa que te permite huir de una primera cita si la cosa se pone fea. Entonces decidí.
El muchacho (admito que no recuerdo su nombre) se sentó frente a los televisores y yo de espaldas. Conversamos y de a poco empecé a exagerar todos los rasgos que me diferenciaban de él. Hablé de mi amor por la literatura y el teatro. En cine nombré a Woody Allen, Bergman, Almodóvar, algún surrealista que nunca vi, y hablé de cuán importante era el trabajo con los chicos que yo hacía cada sábado, la misión educadora, la educación para todos. De ahí, un paso al comunismo. ¿Mi sueño? Conocer Cuba, hacer teatro en Cuba, escuchar a Fidel. Sí, claro, estoy ahorrando para eso, para hacer mi viaje, y después otros, viajar y viajar. Así le hablaba. Cuando me preguntó si tenía novio le dije que no tenía novios, tenía amores. Una idiota.
El encuentro duró lo menos que pude. Me llevó a casa. Intentó un beso que yo evité bajo el recurso de la inocencia: no, hoy mejor no.
Subí convencida de que el muchacho no volvería a llamar y muy pero muy enamorada de A.
Recibí dos llamados más que nunca respondí.
Y con A. estuve de novia cuatro años.