De regreso de la playa, el encargado del hostel con cara de susto me avisa que un hombre me había estado buscando con insistencia, acompañando su portuñol con gestos que ilustraban una mole inmensa. Agregó que sólo vestía una sunga “amarelha” y que estaba descalzo, que iba al hotel a cada rato a preguntar por mí. Yo lo miraba sin entender: de qué se asustaba si en ese tugurio circulaba de todo, él y su novia vivían tirados en un sillón, completamente idos y “Cándido/Pandora” (un travesti que la noche anterior me había pedido los maquillajes. De día, cuando era hombre, a Amelia y a mí no nos dirigía la palabra) usaba las instalaciones a piacere.
A los diez minutos de esto, suena el timbre y el encargado dice que preguntan por mí y me sugiere que no lo haga subir. Le pido que le diga, entonces, que tardaré 10 minutos en bajar. Me cambio la ropa de playa, bajo y a lo lejos distingo la sunga amarilla y los anteojos negros con un vaso de cerveza por la mitad, que enseguida se vacía. Inmediatamente pide otra, al verme me abraza (digamos que se cuelga un poco) y comienza a insultar al dueño del hostel que no le permitió pasar a esperarme.
Me pregunta casi llorando porqué no lo esperé si habíamos quedado en vernos por la mañana.
- ¿Por la mañana? No, si dijimos a la tarde -digo.
Me dijo que no, que habíamos quedado a la mañana y que vino y que el dueño del hostel le había dicho que yo estaba en la playa. Y que entonces me buscó por todas las playas del centro, que se metió en el mar para ver si yo estaba ahí y que nadó tanto que se olvidó donde había dejado la ropa. Que después de buscarme por todos lados, decidió sentarse a esperarme, que el mar, la caminata y el sol le habían dado sed y que el mozo le traía cervezas.