Estaba de vacaciones con una amiga en Salvador de Bahía, Brasil. No mucho para hacer aparte de desayunar con frutas de todo tipo, cambiar el ángulo de la reposera según el sol, determinar si las olas estaban buenas o no, estrenar una nueva bikini cada día, probar caipirinhas distintas cada noche.
Un día en aquel pueblo alejado donde sólo había familias, mi amiga Amelia y yo distinguimos una figura escultural en sunga roja caminando por la orilla. Amelia y yo nos miramos y sin decir una palabra comprendimos que habíamos detectado lo más potable de la zona, lo más potable de muchas zonas y de países limítrofes.
Cabe aclarar que con Amelia tenemos desde siempre un pacto de “cesión de hombres”, según las circunstancias. Ninguna de las dos dijo nada en aquel momento, pero estaba implícito que si el bañero se acercaba de manera indistinta, el muchacho era para mí porque Amelia tenía una especie de muchacho en Buenos Aires.
Desde que nos hicimos amigas, los resultados con el sexo opuesto fueron en gran mayoría producto de un trabajo en equipo: más de una vez fui yo la encargada de romper el hielo para que ella pudiera acercarse a un chico que le gustaba o ella me daba las coordenadas de posibles candidatos.
- Si te lo ganás, sos mi ídola – dijo.
Anteojos negros mediante, no pude establecer si había habido o no contacto visual con el bañero. Amelia cebaba mate, yo miraba el horizonte y cada tanto desviaba los ojos para ver si el muchacho en sunga roja me miraba. En una de esas tantas maniobras, él sonrió y yo volví a mi horizonte.
- Me parece que ya está – le avisé a Amelia.
(continuará)