Llegamos a Acabar. Completamente lleno. Vamos a un bar en la misma cuadra. Pedimos unos tragos. Luego de un rato de conversación forzada, me sugiere ir a Acabar, “ya debe haber menos gente”, dice. Vamos, nos sentamos en una mesa. Viene la moza, “chicos, en 20 minutos cerramos”. Igual nos quedamos. Jugamos al único juego de mesa que NADIE estaba usando: los palitos chinos... Tomamos algo y nos vamos. Algunos besos. Nos subimos al auto. A esta altura mi cara de sueño es imposible de disimular. “Si querés recliná el asiento y dormí”, me dice. Y eso hago, me despierto una cuadra antes de llegar a mi casa (sí, ya sé, soy una hija de puta). Nos despedimos y él se va. Entro a mi casa, y al cerrar la puerta pienso: bueno, ahora sí que no me llama más. Pero me equivoco.
Me llama el lunes (yo todavía no le pedí su teléfono). Pregunta cómo estoy. Bien. Llama el miércoles para invitarme a salir. Me siento culpable y angustiada. Opto por repetir la tonta mentira: “está todo re bien con vos, pero me parece que estamos yendo muy rápido, yo todavía no estoy buscando una relación con demasiado compromiso”. Sube el tono de voz y me contesta: “yo tampoco estoy buscando una novia”. Cortamos, y no me llama nunca más.
La Rubia me cuenta en la semana lo que Augusto había dicho de mi: “es una pendeja inmadura, ¿para qué sale conmigo si no le gusto?”. Tiene razón, le digo a mi amiga, tengo 19 años. Para terminar de hacerme sentir mal, La Rubia remata: “te perdiste un muy buen partido”.