Bueno, aguanté hasta que terminó la función y salimos. Nos subimos al Twingo –porque encima tenía un Twingo- y, la verdad, yo a esa altura –eran las once de la noche- ya estaba cagada de hambre. Entonces el pibe me dice:
-¿Querés ir a tomar algo?
Y yo le respondo:
-¿Pero no querés ir a comer algo?
-No, no tengo hambre -claro, con la picada que se había mandado...
-Pero yo sí.
-Ah, bueno.
Para entonces, ya lo detestaba, porque ni siquiera coincidíamos ideológicamente. No sólo no coincidíamos: pensábamos exactamente lo contrario. Y, con ese tipo, estuvimos dos horas yirando por Palermo para elegir el restaurante. Y él manejando tipo míster Magoo, te daba una inseguridad tremenda, parecía que iba a chocar a cada maniobra. De tanto que tardó en decidirse, a medida que llegábamos a un restaurante nos empezaban a decir que ya habían cerrado las cocinas. Lo cual, te confieso, me puso de muy pero muy mal humor.
Al final nos metimos en
Armate la escena: noche de verano, divina, luna llena, y el tipo hablándome mal de su ex esposa. Y encima, lo que señalaba de la ex como malo a mí me parecía bueno. Yo quería pasarla bien –acordate que estaba recién separada- y él me arrastraba, tipo Al Pacino en El Padrino III cuando grita “me arrastran”.
Ya cuando nos subimos al coche para que me llevase a casa, yo tenía pánico de que en la despedida intentase meterme un pico. Pero pánico, eh. Y, cuando llegamos, ni bien frenó el coche le di un beso en la mejilla, le dije gracias la pasé muy lindo y salí del coche. Cerré de un portazo y corrí a mi casa.
Está bien, no había sido una cita terrible como esa en la que el pibe, cuando brindábamos con la birra, dejó ver la alianza, ni esa en la que terminé con los labios todos amoratados –bueno, esa tuvo sus compensaciones-. Pero te aseguro que me juré no volver a tener en mi vida otra cita a ciegas. Cosa que, por supuesto, no cumplí.
Cuando en la clase siguiente la profesora de música me preguntó cómo había estado la cita, le dije:
-Me parece que todavía no estoy preparada.