Fernando me insistió tanto con que nos conociéramos que terminé aceptando un café, el problema es que ya de entrada la cosa venía complicada. Iba a ser un encuentro cortito, porque él se moría de ganas de verme pero tenía mucho trabajo. Tenía que ser por el centro, pero no microcentro porque a él no le gustaba. Tenía que ser por la tarde, y sí o sí un Jueves. “Demasiados peros” pensaba yo, pero por otro lado estaba súper entusiasmada con la idea de una cita a ciegas, era mi primera vez. Terminamos arreglando para el jueves siguiente: Corrientes y Callao a las 6 de la tarde. Él iba a pasar con el auto e íbamos a tomar un café en La Academia, no más de una hora, ese era el trato.
Ese jueves llovía, mucho. Me vestí. Ni muy dejada ni demasiado arreglada. El pelo atado (los rulos con la lluvia se descontrolan demasiado), un poco de sombra y rimel en los ojos, un toque rojo en los labios, pollera y remera con un poco, sólo un poco, de escote. Llegué a las 6 menos cuarto, quería ser la primera en llegar así me ahorraba eso de andar buscando con la vista el auto que me había descripto que tenía, soy miope y despistada, así que cuando busco algo es difícil que lo encuentre.
A las 6 empecé a ponerme un poco nerviosa. La gente salía de las bocas de subte y me miraban con cara de “ah, te dejaron plantada en la lluvia” o al menos eso pensaba yo, que además de miope soy paranoica. Saqué un libro para no mirar a los peatones y calmar la espera. Parece que me enganché con la lectura, porque cuando volví a ver el reloj eran las 6 y cuarto. Hacía media hora que estaba parada en esa esquina, bajo el techo del Banco Itaú para no mojarme, esperando a un tipo al que ni siquiera conocía.
Le puse un límite de 10 minutos más, si para y 25 no llegaba, me iba a casa. En esos minutos armé y desarmé quinientas teorías: me había visto y como le había parecido espantosa había apretado el acelerador para salir disparado a su casa, el pobre había tenido un accidente terrible en el camino y no iba a poder llegar porque estaba muerto, yo en realidad había entendido todo mal y no era el Jueves la cita sino el Viernes. Y ya eran y veinticinco.
Abrí mi paraguas y caminé las 6 cuadras que tenía hasta mi casa. No podría describir la sensación que tenía en ese momento, mientras iba por Corrientes esquivando las baldosas flojas y oficinistas recién salidos del laburo. Estaba completamente segura de que Fernando me había visto y que le había parecido tan pero tan fea que ni siquiera había concebido la idea de tomarse un café conmigo y dar una excusa barata a los 20 minutos para poder irse.
También me angustiaba la idea de que existiera gente capaz de hacer algo así.
(continuará)