martes, 22 de mayo de 2007

La peor cita de tu vida: Adicta Severa (y 7)

-Bueno, listo, quedémonos acá. Todo bien –dije a regañadientes.

Lo primero que hizo ni bien bajamos fue mirarme de arriba abajo. Evidentemente era un chico al que le importaba la imagen de sus citas. Si es un obsesivo de la imagen (otra de mis sospechas desde el momento en que me dijo que había ido a ver “El diablo viste a la moda”), estoy segura de que se dio cuenta en ese instante de que no me había “producido” para la cita. Mala suerte para él.

Entramos al local de consumo de la estación de servicio. Nuevamente traté de desdibujar mi cara de incomodidad, esta vez para relajar la situación y emprender una salida airosa de este infierno de cita. Miré el reloj y calculé. Sin dar vueltas me dirigí a las heladeras de gaseosas cola. Una light para mí. Hice la fila para pagar, aunque recordaba perfectamente mi promesa. El se acercó a la caja mientras yo miraba el techo. Tal vez me concentré en el interesante juego de luces de la estación de servicio.

De repente lo impensable. Sigiloso -zorro cual asesor de ministerio- el sujeto agregó a mi gaseosa un yogurt y un agua mineral. Sí: un yogurt con cereales azucarados que comerá a las nueve y media de la noche y bajará con un agua mineral, seguramente para no atragantarse con los crispies. Supongo que para no quedar cual vaso de agua humano me ¿halagó? regalándome un bombón de chocolate que seleccionó cuidadosamente antes de pagar. Claro que no sabía que en ese punto nada me conmovería más que un taxi aéreo a mi casa.

Si tuviera la posibilidad de acceder a los archivos secretos de las cámaras de seguridad de todo el mundo, sin duda elegiría guardar ese momento, la imagen del yogurt, el agua mineral y mi gaseosa light en la caja de la estación de servicio. Sería una especie de escena de Seinfeld, en la que se vería la cara de Elaine transformándose segundo a segundo, sin diálogos, sólo con las risas de los extras de fondo. Elaine, una vez más se resignaría y más tarde se encontraría en la cafetería con sus amigos los perdedores. Claro que en mi caso ni siquiera tenía una cafetería de pertenencia en la cual aterrizar una vez sorteado el fracaso.

Dado que a él le urgía el verde del lugar (a mí me tenía sin cuidado en este punto sin retorno) salimos hacia las mesas de afuera. Debo reconocer que entre todas las estaciones de servicio del país, esta debía de ser la más glamorosa. Todas las mesas estaban limpias y efectivamente había mucho verde, las ligustrinas estaban perfectamente podadas e incluso había algún que otro arreglo de jardín. Archiven la información: si alguien alguna vez desea hacer tiempo en una estación de servicio, la de Alcorta y Echeverría no los defraudará.

Yo puse piloto automático y seguí escuchando sus éxitos y decepciones. Me autoimpuse una vez más permanecer hasta que la medida de la botella de gaseosa dé. Cuando la terminara tocarían las campanas y saldría despavorida.

El sujeto no ahorró soberbia en su mirada sobre las cosas. Acusó haber encontrado en la facultad la gente que le convenía para su carrera. Dijo incluso haber seleccionado a quienes serían sus compañeros de cursada en función de la vestimenta y la presencia que tenían (lo dije: “El diablo viste a la moda” no fue buena señal). Dijo además que esas personas fueron quienes le permitieron acceder al trabajo que hoy tenía, y sonaba satisfecho por haber tomado siempre las decisiones correctas.

Como sospechaba que esta clase de tipos aborrecen el cigarrillo, para alejar cualquier atisbo de onda de su parte, encendí uno ante su mirada desaprobadora y me aseguré de hacer que el humo se dirigiera hacia él, con el único fin de mantenerlo alejado.

Una vez que él comió su yogurt con cereales como si en realidad se tratara de un solomillo a las finas hierbas, intentó una charla más intimista acerca de las ex parejas. Yo acusé relaciones muy intensas, lo que me eximía de ponerme en detalle. Él en cambio me contó que había sido un hombre precoz dado que mantuvo una relación clandestina con una profesora del secundario. Sin dudas era la clase de tipos que disfrutan de estar con minas más grandes porque creen que de esas relaciones obtendrán un plus de madurez, algún secreto a los que pocos acceden.

Finalmente llegó el momento de partir. La última gota de gaseosa fue lapidaria. Eran más o menos las once de la noche y no dudé en apelar al lugar común sin miedo al ridículo. Le dije que al día siguiente tenía reunión de estudio por la mañana. Él sugirió hacer una parada más en otro bar (¿una panchería tal vez?), sin embargo hice hincapié en el compromiso que tenía con mi carrera y me negué. Supongo que no quería hacerlo incurrir en más gastos. El presupuesto total de la cita (casi) a ciegas fue de cuatro pesos con veinte.

Dado que el tipo había comentado que se volvería a su pueblo esa misma noche, le recomendé que tomara la General Paz para no desviarlo, sin embargo el sujeto insistió en llevarme hasta mi casa. Ya en el auto intentó algún que otro manotazo de ahogado. Ante mi negativa, incluso propuso que iniciásemos una tierna amistad ya que él no conocía mucha gente en la ciudad. Creo que ni bien dijo eso salí despedida del auto y lo perdí de vista. No supe nunca más de él. Probablemente en unas décadas lo encuentre en la tele tratando de limpiar el nombre de algún político... con fuegos de artificio lógicamente.