La cita fue después de mi horario de trabajo, lo que comúnmente se denomina after office. Dado que había perdido interés en el sujeto, salí de la oficina sin el retoque de maquillaje, sin el clásico y a veces infalible refresh. La realidad es que llegaba tarde y bueno, había que pasar la cita de una vez.
Él, en auto. Yo, en colectivo. Identifiqué su móvil por las balizas encendidas. No recordaba su cara ya que los nervios por el abordaje callejero desfiguraron su imagen. Respiré hondo y le toqué el vidrio de la ventanilla, que luego bajó lenta, manualmente. Pregunté: “¿Leopoldo Dabah?”. El tipo se ríó, me abrió la puerta del auto y subí. En ese instante recordé las palabras de mi madre a mis quince años: “No te subas al auto de cualquiera”. Trece años más tarde, me estaba subiendo al auto de cualquiera, con el único fin de tener una cita con... cualquiera.
-Holaaa.
-Hola Violeta.
-¿Raro esto, no?
-Sí, es raro, pero todo bien ¿no?
-Si, todo bien.
Manejó por la avenida 9 de Julio y parecía no importarle mucho el rumbo... pero a mí sí. Me dijo que conocía poco de la ciudad porque hacía unos meses que se había instalado, y como era oriundo de Capilla del Señor, siempre terminaba en los mismos lugares. Si bien considero que sé de lugares multipropósito, decidí hacerme la mosquita muerta para que él eligiese.
El sujeto tenía uno de esos autos chicos con vidrios polarizados. Sonaba una de esas radios de clásicos. Espié su atuendo: chomba blanca con rayas azules y verdes, jean semi gastado y... ¡oh! mocasines beige, de esos que tienen unos chirimbolitos que se mueven. Dados los escasos datos con los que contaba, el atuendo me parecía acorde a lo que es el estereotipo de alguien que se desempeña como asesor de ministerio.