Lunes.
Voy al centro médico de Swiss, el que está sobre 25 de mayo. Es nuevito, aún no lo conocen los cada vez más usuarios que cada vez pagan más, por lo que hay turnos más anticipados.
Una característica de las nutricionistas es que suelen cagarse en los horarios de los turnos asignados. Llevo más de una hora de espera. Antes que yo hay tres personas, con cara de culo, aunque, se nota, en plena faena de adelgazamiento. Los resultados, observo, son notorios. El adolescente tiene ropa que le queda grande, signo inequívoco de que adelgazó y aún no compró ropa nueva. Adelgazar, para quienes engordaron mucho, es un presupuesto. Y no me refiero sólo a las compras de supermercado, todos productos más caros, sino a todo el placard que hay que renovar. Adelgazar es, por así decirlo, adquirir un nuevo cuerpo que no condice con lo que ya tenemos.
Estoy con cara de culo por la espera, pero si estos adelgazados son prueba del trabajo de la nutricionista, debo aguantarme.
Aguanto.
La nutricionista me atiende con dos horas de retraso. Ya estaba podrido, de ver el canal para las recientes mamás en la sala de espera. Ya me aprendí lo que sucede en los primeros meses, cómo tratar al bebé, que el sarpullido es natural, toda una serie de cosas que, salvo que adelgace, no me servirán de absolutamente nada en el futuro.
Es bonita, la nutricionista. Muy flaca. Casi diría anoréxica. ¿Tendrán trastornos alimentarios, las nutricionistas? ¿Por qué no hay nutricionistas hombres? ¿Es inversamente machista, el nutricionismo?
Me saluda con un beso, la nutricionista. Me llama por mi nombre.
-Vení, Elemental, pasá.
Y ya se me va la cara de culo.
-Sacate el pullóver, los zapatos y acompañame.
Obedezco. Me subo a la balanza. No tiene aguja. Por suerte, no tiene aguja, porque sino, como en los dibujos animados, saldría despedida, quizás se clavaría en el ojo de alguna enfermera que pasa por ahí.
88 kilos.
La nutricionista dice:
-Ochenta y ocho kilos.
Yo digo:
-Ochenta y ocho kilos.
Me mide.
1,74 metros.
Volvemos al escritorio. Toma una planilla, anota mi estatura y mi peso.
-Bueno, por lo que medís tu peso ideal sería entre 74 y 77 kilos.
-74, prefiero -digo.
-¿Estás seguro?
-Segurísimo.
-Entonces estamos a 14 kilos de distancia.
-14 kilos, sí.
-¿Estás dispuesto al esfuerzo?
Si es para asesinar a la soledad, sí, pienso.
La nutricionista anota. Tacha lo que tengo prohibido, es decir todo lo que me gusta. Creo que voy a estar a base de pechuga de pollo y remolacha por el resto de mi vida.
-El objetivo es que vos adquieras hábitos alimenticios sanos, y que a partir de ahí reduzcas tu peso -dice la nutricionista.
-Mirá -le digo-. Soy un gordo paposo, las minas no me dan pelota. Lo primero, ahora, lo urgente, es bajar de peso. Lo saludable, para más adelante.
Ella me mira. Primero con sorpresa. Luego, sonríe.
Tacha más productos de la lista.
Tacha todos y cada uno de los elementos que me convirtieron en una abominable bola de grasa.
Tacha a todos y cada uno de los conspiradores que consiguieron mi soledad.
En el trabajo, Sonia 00 me pregunta si fui a la nutricionista. Asiento.
-Va a ser duro, ¿no? -dice.
-Durísimo, pero me la banco.
-Sabés que podés contar conmigo.
La miro.
-Digo, soy tu amiga, si querés puedo ir a tu casa y cocinarte zapallo y esas cosas.
-¿En serio?
-Sí, claro. Podemos retomar el taller y te pago cocinándote, ¿te parece?
-Bueno, dale.
-¿Viste qué bueno ser amigos?
-Sí, fantástico.
martes, 10 de julio de 2007
Sonia 00: 14 kilos
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