Conocí a Elena en una pasantía de un instituto de derechos humanos a fines del año pasado. Ella, docencia en un secundario para adultos en San Martín y en una cátedra de ciencias políticas de la UBA, tiene casi treinta años. Su mirada intrigante y su aspecto aún más inteligente me intimidaban; sin embargo, con el valor que da tener novia, al final del primer día la acompañé hasta el subte. A partir de entonces conversamos, con cierta dosis de histeria, todos los días. Semanas después se filtró la noticia de que yo tenía novia y ella se sorprendió. Era incómodo: en tantas conversaciones casi íntimas el tema debió haber salido (salvo que yo lo haya ocultado, pero bueno, nadie dice la verdad todo el tiempo). En el verano le envié por mail un cuento mío donde al final los protagonistas (chico y chica) terminan abrazados en la cama de él, sin hacer nada, con la ropa puesta. Y el protagonista, mi alter ego, dice: la felicidad es estar con esta chica en la cama sin hacer nada. Cada tanto, yo le preguntaba si lo había leído y ella me decía que no. Meses después (al terminar la pasantía ella fue seleccionada para seguir ahí y yo no, en parte porque aceptó hacer encargos extras y por tener una mayor madurez, supongo) envió un mail donde decía que me había mentido, que en realidad el cuento lo había leído a los pocos días de que se lo enviara pero esperaba el momento oportuno para responder. En el mail decía que el cuento le había encantado, hasta podía escucharme decir esas palabras (las del narrador) y que también le había gustado mucho el final, pero que hubiese preferido (a esa altura la identificación entre mi persona y mi alter ego ya era evidente) que el protagonista estuviese desnudo. Yo estaba en un buen momento con mi (ahora ex) novia así que contesté de un modo seco y evasivo. Ella se enojó. Cuando corté con mi ex le escribí un mail a Elena, y por eso hoy vamos al teatro, a la sala El callejón de los deseos. Todo un nombre.
(continúa)