martes, 19 de septiembre de 2006

Sonia 03: Último intento

El problema soy yo. Yo soy el fóbico, el que no acepta a ninguna mujer como pareja, el que cree que algún día se convertirá en guionista de Hollywood y seducirá a Michelle Pfeiffer (le dedicaría mis obras completas, así como Borges hizo con su madre en su último intento por seducirla), el que pone las trabas (y, por favor, no pierdan el tiempo en leer travas). Yo soy el problema, me los invento. Sonia 03 era buena, dulce, y yo conseguí transformarla en un ser despiadado, mudo, ciego, ¿sordo?

Pulso los números en el teléfono. Suena una, dos, tres veces y casi que me esperanzo con que no atenderá.
-Hola -del otro lado de la línea.
No tengo que decir quién soy, desde el mitómano Sonia 03 tiene identificador de llamadas.
-Hola -digo.
Pregunto cómo estás, ella dice todo bien (¿se habrá copiado de mi mensaje de texto de ayer? ¿existen derechos de autor para la comunicación en celulares?), luego un silencio incómodo. Nada que ver con el de Travolta y Uma Thurman en Pulp Fiction, es otra clase de silencio incómodo.
-Bueno -digo al fin-, estuve pensando. Por chat y por teléfono la pasábamos bárbaro, y eso no puede haber sido ficción. No sé, pensé en que volvamos a encontrarnos, aunque la verdad que tengo miedo de que se repita lo del viernes...
Del otro lado, silencio. De este, también. Cómo envidio a Travolta, hace cuánto que no tengo esa clase de silencio incómodo. Parece que en el reparto a mi me toca siempre este silencio incómodo, que por suerte ella rompe, aunque al escuchar lo que dice tacho mentalmente de la oración las palabras por y suerte.
-O sea que ahora estás esperando que yo te diga si da para volver a vernos.
(bueno, pensé que quizás la próxima, si podemos mirarnos, si podemos hablar, en una de esas nos aproximamos a la normalidad, la dichosa curva normal de Gauss, quién pudiera ubicarse siempre en lo más ancho de su panza).
-Eso es de cobarde -dice, y mis esperanzas ya no vuelan: les cortaron las alas, las piernas, la pelota se manchó-. Porque pretendés que sea yo quien te diga está todo bien, veámonos, o que te diga no, la verdad que no da.
-¿Entonces?
-Entonces alguien que no es cobarde me invita a salir y se expone a que le diga sí o no.
(¿no acabo de invitarla a salir? ¿el exponer un temor implica la anulación de todo? ¿por qué siempre soy el problema?)
-Bueno, mirá, no dejemos que esto leve de nuevo (¿entenderá términos culinarios? ¿esto es masa? ¿por qué no me hago una pizza y me dejo de joder?). ¿Nos vemos?
-No sé.
Ya está. En situaciones como esta es que recuerdo el intrincado funcionamiento de mis emociones: cuando tengo dudas en relación a algo no me aparto sino que me hundo en ello hasta que el hartazgo puede más. El resto del diálogo no importa. Ella habla de valentía, de lo mal que se sintió cuando el viernes le dije durante la cena que estaba incómodo (parece que el hecho de que ella no mire o no hable no debería haber afectado a nadie), que los verdaderamente hombres le dicen dejate de joder y luego está todo bien, porque la quitan de sus fobias. Sin embargo, su último intento por cargarme de culpas resulta vano: ya no la escucho. Ni siquiera insisto por sacar una definición de ese no sé.
De repente, sólo pienso en que cuando llegue la hora de postear esto en el blog resultará divertido. Y que el resto no importa.